Gustavo Rosas

Palmadas en el hombro.

Cuentoloquesecuenta

Tenía un poco menos de 7 años cuando asistí al funeral de mi abuelo Isaac, fueron un par de días que recuerdo por escenas.

 

 

Primero el recuerdo de mi papá despertándonos a mí y a mis hermanos, algo totalmente inusual, para decirnos que ese día no íbamos a ir a la escuela porque había muerto mi abuelo.  Luego el velorio en la casa de mis abuelos que conocíamos como “la 5 de mayo”;  una casa con puertas de madera cubriendo las ventanas del segundo piso que daban hacia la calle, con las iniciales BD talladas en franco homenaje de mi abuelo a mi abuelita Bibiana Durán, a quien sólo conocí por los amorosos relatos de mi mamá ya que había fallecido muchos años antes. El llanto de mis tías, de mi mamá y de mis abuelos paternos (quienes fueran compadres de mis abuelos maternos), me sorprendió, no se si me asusté porque estaba desconcertado.

 

Recuerdo también el llanto amargo de un niño como de 12 o 13 años al que recientemente le había dado casa mi abuelo.

 

La siguiente escena que recuerdo es el entierro, en la misma tumba en la que estaba enterrada mi abuelita Bibiana y mi bisabuela Trinita, esa cubierta con la laja de piedra de una sola pieza con una gran Cruz labrada, la misma tumba que visitamos muchas veces acompañando a mi mamá y que sabíamos que se encontraba a la vuelta de la tumba del compositor de “la Rielera”, que siempre tenía botellas de tequila como ofrenda, y junto a una tumba de pomposo y frío mármol blanco perteneciente a un señor llamado Paco Nico, al que siempre dejábamos una flor porque nunca tenía flores.

 

Cuando entregaron los restos exhumados de mis abuelas, en una cajita negra de metal, el llanto de mis tías se intensificó. Tal vez ahí sentí el primer miedo y no supe si acercarme a mi mamá, vestida de luto, y visiblemente consternada.  Mis hermanos y yo estábamos a varios metros de distancia de la fosa, mi abuelita Beatriz, advirtiendo nuestra inquietud, nos tomó de la mano para que nos mantuviéramos a su lado y nos señaló hacia unas maripositas blancas que revoloteaban sobre la fosa, mientras el ataúd con el cuerpo de mi abuelo y los restos de mis abuelas iba descendiendo. Mi abuelita nos dijo: “miren, sus abuelos se están despidiendo”, sentí un gran consuelo, como una palmada en el hombro que indicaba que todo estaba bien.

 

Desde entonces, cada vez que veo revoloteando  mariposas blancas recuerdo esa escena y siento cómo recibo el abrazo y la palmada que me indica que mis difuntos están conmigo, que todo está bien, que la vida tiene que seguir porque es viviendo como se honra a los que partieron .

Gustavo Rosas Goiz
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Lo mío es contar, por eso cuento lo que se cuenta. Lo que sé: cuenta.

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